Doscientos años después del nacimiento de
Charles Darwin (1809-1882), la curadora Liz Wetton descubrió un huevo que había
sido colectado en 1832 por el mismo Darwin en Maldonado (Uruguay), durante su
segundo viaje en el velero Beagle. Pasó inadvertido durante 175 años en el
museo de la Universidad de Cambridge entre una colección de más de 10.000
huevos, pero fue reconocido gracias a que lleva la firma de Darwin. Esta se
distingue sobre la cáscara de color café del huevo de un tinamú, especie de
gallina silvestre nativa de América del Sur. El huevo está roto y vacío. Todo
apunta a que fue el mismo Darwin quien lo quebró. Eso se sabe gracias a una
nota de Alfred Newton, profesor de zoología de Cambridge y amigo de Darwin:
“Recibí un huevo mediante Frank Darwin, el que
me fue enviado por su padre, quien dijo que lo encontró en Maldonado, Uruguay,
y que pertenece a un tinamú, ave común de esas regiones... El gran hombre lo
metió dentro de una caja demasiado pequeña; de ahí el resultado de su
lamentable estado”. Ese hecho nos
recuerda que “hasta al mejor mono se le cae el zapote”.
Además de revelar la torpeza del ilustre
naturalista, esa exigua nota es toda la infor- mación que existe sobre el “huevo
de Darwin”. Afortuna- damente, no todo está perdido ya que del huevo mismo –me- jor
dicho, de sus restos– es po- sible extraer información valio- sa. Gracias a su
aspecto, su color, su estructura y su origen, pueden hacerse conjeturas sobre
su historia evolutiva, su naturaleza química y su significado. Además, varias
de esas ideas pueden explorarse mediante la experimentación, la observación, la
comparación y la recolección de datos pasados y presentes. Incluso, puede
analizarse su ADN. De esa manera, es posible derivar conclusiones objetivas y
hacer predicciones sobre la esencia del célebre huevo.
El huevo robado del nido que puso un tinamú hace
175 años en algún lugar de la costa de Uruguay y que fue roto por Darwin,
provee un modelo para entender las dificultades que afronta la ciencia para
explorar a la naturaleza. En principio, todas las personas perciben apenas un
fragmento de la realidad, y los científicos no son la excepción.
Cuando la ciencia aborda un problema –del
presente o del pasado–, siempre se enfrenta a un contexto incompleto, como el
del huevo de Darwin, quebrado y vacío. Esos fragmentos deben armarse poco a
poco, como un rompecabezas, hasta establecer una representación coherente con
la realidad; es decir, acorde con el contexto observable y medible, desde una
perspectiva pragmática. Además, esa representación debe procurar ser predictiva
en el sentido estricto, de tal modo que sus pronósticos se aproximen lo más
posible a la verdad e, idealmente, no fallen. Hay ciencias como la física y la
química que, a partir de unos pocos rastros de la naturaleza, son capaces de
explicar y predecir con gran exactitud los fenómenos del universo. Así, se sabe
con gran precisión que la velocidad de la luz en el vacío corresponde a unos
300.000 km/seg, que la fuerza de la gravedad es la más débil de las cuatro
fuerzas del universo, y que el Sol, con sus 4.500 millones de años, está
compuesto principalmente de hidrógeno y helio.
Otras ciencias naturales son menos exactas, como
las biológicas. Esto se debe a que sus objetos de estudio se circunscriben a
los seres vivos que habitan la Tierra, los que además son complejos y
cambiantes. En general, las predicciones de la biología son más limitadas,
aunque precisas dentro de un contexto determinado. Por ejemplo, se postula que
todos los seres vivos que habitan este planeta están compuestos de células, que
el ADN es el material que mayormente guarda y transmite la información
genética, y que los organismos evolucionan a partir de otros mediante
selección. Sin embargo, no se sabe si hay vida en otras regiones del universo,
y, si la hubiera, se ignora si sigue las mismas “leyes” que en la Tierra.
Las llamadas “ciencias sociales” o “humanidades”,
son aún menos precisas en sus predicciones. Eso se debe a que su objeto de estudio
–el que corresponde a los seres humanos en sociedad- es mucho más complicado. Por
ejemplo, mientras una estrella -como el sol- está hecha de pocos elementos (básicamente
dos) y cuyo comportamiento y evolución son posibles de predecir, de acuerdo con
las leyes universales de la física, como son la gravitación y termodinámica;
los seres humanos, están hechos, no solo de una variedad mucho mayor de elementos,
sino de una gran diversidad de macromoléculas complejas que guardan y trasmiten
información. Ellas se ordenan en estructuras y superestructuras aún más
complejas, las que eventualmente se arreglan en personas, familias, tribus y
sociedades. Finalmente, esos grupos interaccionan entre si y su entorno al que
modifican con la tecnología que inventan, gracias a las ideas que provienen de un
órgano sorprendente que llaman cerebro, del que aún no saben cómo piensa. Esa formidable
complejidad es la causa por las que no existen “leyes” naturales que ayuden a predecir con la
precisión necesaria la delincuencia, la economía o las guerras. Aun la Historia
-la más exacta de las ciencias sociales- se enfrenta a dificultades enormes para
dilucidar el pasado de los humanos. La máxima de que “hay que conocer la
historia para no repetirla”, no deja de ser una provocativa y buena metáfora. En
el sentido estricto, la historia nunca se repite ni se repetirá; por tres simples
razones: i) los actores nunca serán los mismos; ii) la teoría del caos nos dice
que pequeñas variaciones en las condiciones iniciales implican grandes
diferencias en el comportamiento futuro, imposibles de predecir y; iii) la
segunda ley de la termodinámica dicta que los eventos son esencialmente
irreversibles y que la cantidad de
entropía (desorden) del universo tiende a incrementarse con el tiempo.
Entonces, es evidente que a pesar del poder que
tiene la ciencia para desenmarañar los misterios de la naturaleza, hay una gran
cantidad de cosas que están lejos de entenderse y muchas de ellas nunca se
resolverán. Eso se debe a la enorme limitación que existe para obtener
suficiente información para armar “rompecabezas cognoscitivos”.
Para develar los secretos más intrincados de la
naturaleza, los científicos requieren máquinas y métodos cada vez más poderosos
y precisos; muchos de ellos son prácticamente imposibles de realizar debido al
alto costo energético que demandan. Por ejemplo, es muy difícil que, en lo que
resta del siglo, pueda abrirse la “caja negra” del cerebro humano y dilucidar
los mecanismos exactos y las redes neuronales que expliquen cómo las personas
piensan, almacenan y reproducen información. Es probable que, en los próximos
cien años, todavía se desconozca la naturaleza de la energía y la materia
oscura, que son la mayoría en el universo. Del mismo modo, es poco probable que
en los próximos siglos llegue a establecerse una ley, con base experimental,
que unifique a la mecánica cuántica con la relatividad. Finalmente, lo más
probable es que nunca se llegue a saber si existen otros universos y lo que
ocurre (si es que ocurre algo) en la singularidad de un hueco negro, del cual
no se puede extraer ninguna información.
Al igual que cualquier otra disciplina, la
ciencia tiene límites para develar los secretos de la naturaleza, y algunos de
ellos son tan extremos que son imposibles de descifrar, tal y como lo sugiere
John Horgan, el autor del controvertido libro El fin de la ciencia (1999): “La
era de los grandes descubrimientos está llegando a su fin, y los científicos
están cada vez más cerca de topar con los límites que les impone el universo
para resolver los misterios más intrincados”. Lo que sugiere Horgan no es el
fin de la ciencia en sí mismo, sino los límites que proponen los grandes
paradigmas en los que la ciencia se desenvuelve. Lo más probable es que la
ciencia llamada normal siga desarrollándose por cientos o miles de años dentro
de esos límites, siempre y cuando los humanos sobrevivan a la catástrofe
ecológica que han causado y que está mostrando sus consecuencias, tal y como lo
predijo la ciencia.
De esta forma, el “huevo de Darwin” plantea
retos que pueden responderse a la luz de la ciencia normal y, aunque de menor
estatura científica, todavía hay muchas preguntas por resolver; algunas tan
añejas como: “¿Qué fue primero: la gallina o el huevo?”. Pues bien, el primer
organismo terrestre fue una célula y, en sentido estricto, el huevo es una
célula. Las gallinas son aves, y las aves evolucionaron de los dinosaurios, los
cuales ponían huevos mucho antes que las gallinas existieran. Los estudios
genéticos revelan que las gallinas de la especie Gallus gallus fueron domesticadas en el sur de Asia hace unos 8.000
años y que corresponden a un híbrido de varias especies de aves. Es decir, los
primeros padres de una gallina doméstica no eran gallinas de la especie G. gallus (variedad doméstica), sino de
otra especie. El resultado de ese cruce tuvo que ser un huevo híbrido (o varios
huevos) que por primera vez tenía en su interior una gallina doméstica. Es el
equivalente a una mula, cuyos padres son un burro y una yegua, no dos mulas.
Por tanto, después del análisis, la postura de la ciencia es clara y
contundente: el huevo fue antes, y el cacareo después.
Edgardo Moreno
- Horgan J. 1998. El fin de la ciencia: los límites del conocimiento en el declive de la era científica. Ediciones Paidós, España. pp. 351 p
- Lindley D. 1994. The end of physics: The myth of a unified theory. BasicBooks. New York. NY. ´pp. 284
- Lowe M. W., de L. Brooke M., K. Rookmaaker and L. Wetton. 2010. Charles Darwin's tinamou egg. Archives of Natural History. 37:165-167
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